¿Malos Tiempos para la Psicología?

            En palabras de Martin Seligman: “Corren malos tiempos para la Psicología”. 

En España, son escasos los datos acerca de la eficacia de los programas de intervención terapéutica que actualmente se están desarrollando, tanto en el ámbito privado como desde los Servicios Sociales de la Administración Pública. Por ejemplo, gran parte de los equipos y profesionales que trabajan en el ámbito de los Servicios Sociales,  incluyendo a los psicólogos, dedican sus esfuerzos a "hacer", a "trabajar" con los menores y las familias, sin llevar a cabo ningún  tipo de evaluación de los resultados de su intervención más allá de una valoración subjetiva -en general muy superficial- de la evolución de cada menor y cada familia. En un ámbito de trabajo como éste, donde las necesidades superan ampliamente los recursos disponibles, es necesario saber si lo que se hace es eficaz o no, con qué tipo de personas lo es y con cuáles no, de qué factores depende, si los resultados obtenidos se mantienen en el tiempo o no, etc., y ello requiere de equipos profesionales con un alto nivel de especialización que sepan evaluar sus programas de intervención de forma rigurosa como la única forma de avanzar en el conocimiento y lograr progresivamente la máxima eficacia y eficiencia en nuestra intervención.

En el área médica y farmacológica existe una fuerte tradición acerca de la evaluación e información sobre los efectos adversos que pueden devenir luego de un tratamiento; en el ámbito de la psicoterapia, en cambio, no sucede lo mismo. Para los psicólogos en general no suele ser frecuente la reflexión sobre los potenciales efectos secundarios, iatrogénicos o adversos de nuestra práxis, es más, es posible que la inmensa mayoría considere que la psicoterapia puede ayudar o no, pero “rara vez perjudicar”. Pareciera que el área psicológica no cuenta con normativas claras ni organismos que actúen regulando las diferentes prácticas clínicas, y que con demasiada frecuencia se ha tomado como cierto que hacer algo es siempre mejor que no hacer nadaporque que la psicoterapia, en el peor de los casos, es inocua (Lilienfeld, Lynn, & Lohr, 2003). También es más frecuente de lo que nos gustaría escuchar a usuarios quejándose de actitudes y conductas inadecuadas de “profesionales de la terapia”: abrazos o muestras de afecto repetitivos hacia el paciente fuera de la norma social, encuentros terapeuta-paciente fuera de la consulta o fuera de los objetivos terapéuticos, hablar sobre las vidas de otros pacientes en la consulta,  revelar aspectos personales de la vida cotidiana del terapeuta, dar o recibir obsequios de valor significativo, referirse a los pacientes con apodos y nombres afectivos, vestir significativamente discordante para el contexto o la actividad a realizar, pedirle al paciente pequeños favores, mandados o diligencias a favor del terapeuta, utilizar información privilegiada obtenida durante las sesiones para el beneficio personal del terapeuta, etc.….O profesionales que independientemente de la problemática a tratar, de los objetivos terapéuticos o del perfil del paciente, utilizan una y otra vez de manera repetitiva las mismas actividades o programas que conocen, obligando al usuario a adaptarse a la práctica del “terapeuta”, en la que si no se consiguen resultados positivos la responsabilidad es siempre del paciente, y nunca del terapeuta.


Como profesionales de la salud nuestro deber primordial consiste en “Primum Non Nocere”—“Primero, no dañar”. Es decir, ante todo, preservar la integridad y seguridad del paciente, no aplicando intervenciones que puedan ser dañinas. Evidentemente existe evidencia que confirma que la psicoterapia funciona y tiene en general un impacto positivo, pero también puede producir efectos adversos.

            Vale la pena destacar que ya desde sus inicios a mediados del siglo XX la investigación sobre resultados en psicoterapia señaló la existencia intervenciones psicoterapéuticas potencialmente nocivas para algunos pacientes (Barlow, 2010). De hecho, ya para la década de los 70, unos 23 estudios controlados mostraron que luego de un tratamiento podría devenir algún tipo de deterioro en los sujetos (Barlow, 2010).

La complejidad y particularidades de las tareas que los psicólogos tienen asignadas en la investigación, evaluación e intervención terapéutica, obligan a los profesionales de nuestra disciplina a disponer de una formación y capacitación adicional a la proporcionada en el actual pregrado. La necesidad de una preparación específica y de actualización permanente es, al igual que en otros ámbitos de trabajo, requisito imprescindible para poder desarrollar estas tareas con las mínimas garantías de calidad.
Por ejemplo, se puede constatar que la incorporación de psicólogos/as al ámbito de trabajo de la protección infantil ha sido muy importante en los últimos años. Sin embargo, probablemente todos los profesionales de la psicología que trabajan en los dispositivos de protección a la infancia (desde la administración pública o en equipos concertados con la misma) pueden admitir que su formación previa no era la suficiente ni la adecuada para afrontar la mayoría de las funcionesque han debido de abordar. Sigue siendo de una extraordinaria importancia el que los profesionales que vayan a iniciar una actividad profesional en el ámbito de la protección infantil adquieran  previamente la  especialización que precisan. Y esto es aplicable tanto a los psicólogos como a los trabajadores sociales y a los educadores sociales. La universidad española y los colegios profesionales tienen una importante responsabilidad para dar respuesta a estas necesidades formativas.


La psicología dispone de una amplia variedad de estrategias y procedimientos terapéuticos, sin embargo, el gran número de técnicas de intervención disponibles no justifica la aplicación de cualquiera de ellas, sino que debemos elegir el tratamiento  que mayor evidencia haya demostrado. Con el objetivo de aunar la evidencia y la práctica, la División 12 de la Asociación Americana de Psicología, correspondiente a Psicología Clínica, estableció unos criterios de clasificación de los tratamientos en función de su eficacia probada experimentalmente, facilitando, de ese modo, al terapeuta la elección de la técnica más adecuada para cada trastorno. Los expertos determinaron que, para considerar un tratamiento eficaz o bien establecido, debían cumplirse una serie de criterios, entre ellos, probar en dos estudios con grupos de investigación diferentes su superioridad frente a un grupo placebo o a otro tratamiento psicológico, estar protocolizado en forma de manual o descrito con precisión, y describir detalladamente las características de la muestra.

Establecer científicamente la eficacia de los tratamientos psicológicos mejora la práctica clínica. Aplicar los tratamientos que funcionan, es decir, aquéllos que han probado experimentalmente su eficacia, supone una reducción del gasto sanitario y sobre todo una mejor atención psicológica.



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